domingo, 27 de diciembre de 2015

Una buena discusión entre "negros"

Los escritores Roberto "Negro" Fontanarrosa y Alejandro "Negro" Dolina establecieron una discusión muy interesante acerca de las famosas "malas palabras". Cada uno desde una perspectiva planteaba su uso absolutamente necesario e irremplazable y el otro su intercambio por eufemismos que requieren una gran creación.
Cada uno hizo su ars poética del tema que en estos días compartiremos.
Les dejamos un relato de Alejandro Dolina del libro "Bar del Infierno"

"El juego de pelota en Ramtapur"




Informes del profesor Richard Bancroft, corresponsal de la Enciclopedia Británica. 

INFORME 1 
Más allá de los confines del Nepal, no lejos de Katmandú, la ciudad que fue un lago, fuera de los circuitos de las caravanas, al sur o quizás al este del río que se llama Arum, se alzan las pardas murallas de Ramtapur. 
Allí, desde hace siglos, se practica un juego colectivo de pelota. Sus orígenes son imposibles de rastrear. Probablemente se trate de una costumbre muy anterior a los tiempos de Amshurvarma, el rey más célebre de la dinastía de los Takuris. 
Los complicados reglamentos carecen de interés a los efectos de esta monografía. Basta decir que dos bandos de siete hombres cada uno se enfrentan para disputar la posesión de una pequeña bola de cuero o madera, la que finalmente debe ser depositada en un lugar predeterminado. 
Los juegos se realizan en la Shanga, un antiguo estadio de piedra, cuyas amplias terrazas permiten la asistencia de casi todos los habitantes de la ciudad. 
Los atletas que practican el juego de pelota son hombres admirados por su destreza y vigor. Se les rinden toda clase de homenajes y les está permitido permanecer sentados aún ante la presencia del Khan de Ramtapur. 
Los equipos se distinguen por el color de su kaupina, un breve taparrabos que los cubre durante la contienda. Los principales son cuatro: el verde, el naranja, el azul y el azul oscuro. 
Los habitantes de Ramtapur han venido desarrollando unas predilecciones personales que los conducen a asociar sensaciones de orgullo y plenitud con el triunfo de uno solo de los equipos y la derrota del resto. La orientación de estas preferencias no responde a razones previsibles, ni sus límites coinciden con los de las castas, las razas o los distritos. 
Durante los primeros siglos de su práctica, el juego de pelota era solamente una diversión de los príncipes ociosos. Pero a partir de las Nuevas Reglas de la época de Prithvinarayan Shah, la población se fue interesando cada vez más en los resultados del juego hasta convertirlo en el punto central de la actividad de la región. 
El viajero que llega a Ramtapur advierte inmediatamente que todas las personas se visten o se adornan con los colores de aquel equipo al que han hecho objeto de sus deseos de triunfo.
Las imágenes de los cultos de Narayana y Rudra son perturbadas muchas veces por pañuelos y banderas. Los hinduistas murmuran el nombre de sus atletas en interminables japas, cuyo propósito es, tal vez, lograr que los dioses influyan sobre el juego. 
Los menos creyentes procuran ayudar ellos mismos al triunfo de su equipo concurriendo a la Shanga y adoptando una actitud de constante amenaza hacia quienes se les oponen. Para su mejor intelección, tales amenazas se profieren bajo la forma de cantos rítmicos cuyas normas de versificación todos conocen. Con gran dificultad he traducido algunos: 

Más fácil le será 
al ínfimo intocable 
ser dueño de un palacio 
que a vosotros, atletas verdes, 
salir hoy de la Shanga 
vivos y triunfadores. 

Un deseo hallará su tumba 
en estas piedras. 
Es el deseo verde: 
el viento llevará noticias 
de su menoscabada virilidad 
hasta las chozas indignas 
en las que moran. 

Observen, observen, observen 
esa muchedumbre de hombres ineptos 
muy pronto, al egresar de este recinto, 
invadiremos sus cuerpos 
del modo más humillante. 

Verde, verde, verde 
intolerancia, intolerancia, intolerancia.
 


INFORME 2 
Me permito recordar en esta página que en Bizancio las carreras de carros entusiasmaban a las multitudes con la misma desmesura. Los azules eran los carros de los partidarios del emperador. Los verdes pertenecían a la oposición. Se decía que eran, además, monofisitas, es decir que negaban la naturaleza humana del Cristo. El emperador Justiniano protegía a los azules, pero la emperatriz Teodora era verde. En enero del 532, después de grandes disturbios y saqueos, verdes y azules se unieron en una revuelta que hizo temblar al Imperio. 
En Ramtapur, los asuntos políticos no tienen suficiente dimensión como para vincularse con el juego. 
La población consiente la injusticia y soporta la pobreza, siempre que no se perturben sus peculiares anhelos de gloria. 
La idea del honor entre los habitantes de Ramtapur es absolutamente desaforada. Toda ofensa es irreparable y casi cualquier cosa es una ofensa. Podría decirse que las cuestiones de honor están relacionadas con la idea que un hombre tiene de sí mismo. En Ramtapur, todos son capaces de admitir su condición limitada, salvo cuando consideran su simpatía por uno de los equipos del Juego. En ese caso, sus personas son de un valor infinito y los agravios que se les infieren, mortales. 
Tomar en vano el nombre de un atleta es arriesgarse a ser asesinado por sus partidarios. Los objetos relacionados con cada equipo son sagrados y su profanación se paga con la vida. 
Estas cuestiones dividen a las familias y colocan muchas veces al hijo contra el padre, al hermano contra el hermano y al amigo contra el amigo. 
Casi todas las noches aparecen cadáveres de personas que han ofendido la dignidad de algún color. Esta clase de muerte ocupa el segundo lugar entre las más frecuentes de Ramtapur, después del aplastamiento por aludes de nieve. Las autoridades locales casi nunca intervienen y las instancias superiores son imperceptibles a causa de las distancias y las dudas jurisdiccionales. 
Los artistas han abandonado para siempre los temas tradicionales. Los talladores de maderas ya no se demoran en las arduas escenas de la lucha entre los Pandava y los Káurava. Los modeladores de arcilla dejaron de amasar las pintorescas estatuas del dios mono Hánumat. Todos ellos prefieren las figuras de los atletas, casi siempre como avatares heréticos de Visnu. 
Los pintores budistas de la ciudad se complacen en representar a los jugadores de pelota con centenares de brazos y numerosas cabezas y ojos, a la manera de Avalokitésvara. Los narradores de historias desprecian a los demonios, las princesas y los dragones de las literaturas clásicas para referir las hazañas de Bahadur Mukerji o de El gran Birendra, aunque tengo para mí que el mejor de todos ha sido Narasimha, el mago de los azules. 


INFORME 3 
He sabido que algunos mercaderes acostumbran a instalar su pira funeraria en el mismo estadio de la Shanga para que sus cenizas se desparramen en ese foro y transmitan a los atletas amados fuerza, coraje y determinación. Para evitar que estos despojos vengan a beneficiar a la facción equivocada, cada equipo reserva para sus ceremonias fúnebres un sector del terreno, que los atletas pisan descalzos antes de cada justa. 
Los filósofos, los mandarines y los hombres santos, especialmente los verdes, los naranjas y los del azul oscuro, se han alejado de la vida y de los senderos de salvación y se han esforzado en construir unas falsas noblezas, hijas de la sacralización de los gestos más vulgares de la plebe. 
La comprensión del universo, la conquista de la sabiduría, el dominio de nuestros impulsos indignos, son vistos en todas partes como desórdenes mentales. El amor ha sido reemplazado por una modesta lujuria en los días de victoria. Toda energía debe ser consagrada al deseo. Y el único deseo es la victoria en el juego. 
Adivino el estupor de los doctores al advertir en Ramtapur pasiones tan occidentales. En Oriente, uno no es su deseo y la idea agonal del triunfo desinteresado es siempre un despropósito. Conjeturo que el juego y sus tribulaciones fueron introducidos por alguna caravana de viajeros occidentales. 

Azules: el triunfo es nuestro glorioso pasado, nuestro inevitable futuro y nuestro ilusorio presente. 


INFORME 4 
El maleficio de la civilización occidental llegó a estas remotas alturas de un modo tardío e imperfecto, pero también inexorable. La radio y la televisión de Ramtapur son hospitalarias con las bagatelas internacionales. Sin embargo, casi todas las trasmisiones están destinadas al juego de pelota y sus asuntos anexos. A lo largo de los años, los nombres de los ganadores, las fechas de sus victorias y aun las mínimas incidencias del juego han ido formando un gigantesco y superfluo corpus de nociones en cuyo dominio se ejercitan todos los gandules de Ramtapur. 
Gentes piadosas que antaño memorizaban los interminables versos del Rig-Veda se afanan ahora en repetir el nombre de los autores de las más remotas anotaciones. Alrededor de esta vana erudición cunde la controversia. El homicidio no es el argumento menos común. 
Escribo estas líneas sentado en el café Thákur. De pronto, irrumpe una pandilla con la divisa naranja. Llevan la barba recortada según la última moda, hacen sonar unas grandes matracas y se abren paso a empujones. Cuando ven mi pañuelo azul, me escupen y tumban mi mesa. 
Estos grupos salen a la calle a celebrar las victorias o lamentar las derrotas cometiendo robos, violaciones, saqueos y asesinatos. Todos los crímenes se cometen al son de unos instrumentos, mientras se cantan canciones como las que hemos glosado en el informe número uno. 
Estos procedimientos dejan la ilusión de un rito, lo cual, para los habitantes de Ramtapur, es garantía de impunidad. Las fechorías rítmicas no son castigadas por la ley. Muchos sospechan que aprovechando este exotismo jurídico, las bandas de delincuentes se hacen pasar por fanáticos, pero yo no creo eso. 


INFORME 5 
Recién ahora comprendo la naturaleza de la fuerza principal que empuja a los adictos al juego de pelota. Es el odio. Un odio perfecto, no contaminado por los intereses, por el afán de lucro, por la lujuria negada o por la propiedad usurpada. 
Este encono artificial, construido a lo largo de generaciones, es más intenso que cualquier otro. No necesita explicación. No admite reconciliaciones. Las gentes de Ramtapur, los ricos y los menesterosos, los brahamanes y los parias, van al estadio de la Shanga a odiar. Los pobres de espíritu, incapaces de cualquier energía pasional, sienten correr por su sangre una ira más grande que ellos mismos, un furor que los posee con majestad foránea. 
Reducido a su simple apariencia, a su mera caligrafía burguesa, el juego es inocente y anodino. Sólo quienes lo comprenden de verdad pueden captar su magnitud heroica. Y para comprenderlo hay que odiar. Compadezco al mero inglés que se contenta con las emociones del crocket. El que ha oído el alarido sanguinario de la Shanga ya no puede regresar. Anoche, en el defectuoso lupanar de Ramtapur, un mercader, tal vez narcotizado con hierbas de las alturas, denigró a los azules con gritos de la mayor obscenidad. Abandoné unos brazos que me acariciaban en vano para constituirme ante el ofensor. 
—El caballero puede arrastrarme por el cieno, si es su deseo, ya que no soy nadie. Pero la mínima afrenta a la divisa azul se lava sólo con sangre. 
Lo maté con mis manos, lentamente. 

Gloria al pabellón azul, 
inmundicia de perro 
sobre las otras banderas.
 

Alejandro Dolina





sábado, 26 de diciembre de 2015

Un cuento para patear...


Nos gusta el fútbol, disfrutamos de la pasión de ser hinchas que alientan, sufren y festejan pero no olvidan que ante un River - Boca la rivalidad se termina a las 90 minutos...
Les dejamos un cuento de Eduardo Sachieri, argentino.

Al final del dejamos el audio de Alejandro Apo


Esperándolo a Tito 


Yo lo miré a José, que estaba subido al techo del camión de Gonzalito. Pobre, tenía la desilusión pintada en el rostro, mientras en puntas de pie trataba de ver más allá del portón y de la ruta. Pero nada: solamente el camino de tierra, y al fondo, el ruido de los camiones. En ese momento se acercó el Bebé Grafo y, gastador como siempre, le gritó: "¡Che, Josesito!, ¿qué pasa que no viene el 'maestro'? ¿Será que arrugó para evitarse el papelón, viejito?". Josesito dejó de mirar la ruta y trató de contestar algo ocurrente, pero la rabia y la impotencia lo lanzaron a un tartamudeo penoso. El otro se dio vuelta, con una sonrisa sobradora colgada en la mejilla, y se alejó moviendo la cabeza, como negando. Al fin, a Josesito se le destrabó la bronca en un concluyente «¡andálaputaqueteparió!», pero quedó momentáneamente exhausto por el esfuerzo.

Ahí se dio vuelta a mirarme, como implorando una frase que le ordenara de nuevo el universo. «Y ahora qué hacemo, decíme», me lanzó. Para Josesito, yo vengo a ser algo así como un oráculo pitonístico, una suerte de profeta infalible con facultades místicas. Tal vez, pobre, porque soy la única persona que conoce que fue a la facultad. Más por compasión que por convencimiento, le contesté con tono tranquilizador: «Quédate piola, Josesito, ya debe estar llegando». No muy satisfecho, volvió a mirar la ruta, murmurando algo sobre promesas incumplidas.
Aproveché entonces para alejarme y reunirme con el resto de los muchachos. Estaban detrás de un arco, alguno vendándose, otro calzándose los botines, y un par haciendo jueguitos con una pelota medio ovalada. Menos brutos que Josesito, trataban de que no se les notaran los nervios. Pablo, mientras elongaba, me preguntó como al pasar: «Che, Carlitos, ¿era seguro que venía, no? Mira que después del barullo que armamos, si nos falla justo ahora...».

Para no desmoralizar a la tropa, me hice el convencido cuando le contesté: «Pero muchachos, ¿no les dije que lo confirmé por teléfono con la madre de él, en Buenos Aires?». El Bebé Grafo se acercó de nuevo desde el arco que ocupaban ellos: «Che, Carlos, ¿me querés decir para qué armaron semejante bardo, si al final tu amiguito ni siquiera va a aportar?». En ese momento saltó Cañito, que había terminado de atarse los cordones, y sin demasiado preámbulo lo mandó a la mierda. Pero el Bebé, cada vez más contento de nuestro nerviosismo, no le llevó el apunte y me siguió buscando a mí: «En serio, Carlitos, me hiciste traer a los muchachos al divino botón, querido. Era más simple que me dijeras mirá Bebé, no quiero que este año vuelvan a humillarnos como los últimos nueve años, así que mejor suspendemos el desafío». Y adoptando un tono intimista, me puso una mano en el hombro y, habiéndome al oído, agregó: «Dale, Carlitos, ¿en serio pensaste que nos íbamos a tragar que el punto ése iba a venirse desde Europa para jugar el desafío?». Más caliente por sus verdades que por sus exageraciones, le contesté de mal modo: «Y decíme, Bebé, si no se lo tragaron, ¿para qué hicieron semejante kilombo para prohibirnos que lo pusiéramos?: que profesionales no sirven, que solamente con los que viven en el barrio. Según vos, ni yo que me mudé al Centro podría haber jugado».

Habían sido arduas negociaciones, por cierto. El clásico se jugaba todos los años, para mediados de octubre, un año en cada barrio. Lo hacíamos desde pibes, desde los diez años. Una vuelta en mi casa, mi primo Ricardo, que vivía en el barrio de la Textil, se llenó la boca diciendo que ellos tenían un equipo invencible, con camisetas y todo. Por principio más que por convencimiento, salté ofendidísimo retrucándole que nosotros, los de acá, los de la placita, sí teníamos un equipo de novela. Sellar el desafío fue cuestión de segundos. El viejo de Pablo nos consiguió las camisetas a último momento. Eran marrones con vivos amarillos y verdes. Un asco, bah. Pero peor hubiese sido no tenerlas. Ese día ganamos 12 a 7 (a los diez años, uno no se preocupa tanto de apretar la salida y el mediocampo, y salen partidos más abiertos, con muchos goles). Tito metió ocho. No sabían cómo pararlo. Creo que fue el primer partido que Tito jugó por algo. A los catorce, se fue a probar al club y lo ficharon ahí nomás, al toque. Igual, siguió viniendo al desafío hasta los veinte, cuando se fue a jugar a Europa. Entonces se nos vino la noche. Nosotros éramos todos matungos, pero nos bastaba tirársela a Tito para que inventara algo y nos sacara del paso. A los dieciséis, cuando empezaron a ponerse piernas fuertes, convocamos a un referí de la Federación: el chino Takawara (era hijo de japoneses, pero para nosotros, y pese a sus protestas, era chino). Ricardo, que era el capitán de ellos, nos acusaba de coimeros: decía que ganábamos porque el chino andaba noviando con la hermana grande del Tanito, y que ella lo mandaba a bombear para nuestro lado. Algo de razón tal vez tendría, pero lo cierto es que, con Tito, éramos siempre banca.

Cuando Tito se fue, la cosa se puso brava. Para colmo, al chino le salió un trabajo en Esquel y se fue a vivir allá (ya felizmente casado con la hermana del Tanito). Con árbitros menos sensibles a nuestras necesidades, y sin Tito para que la mandara guardar, empezamos a perder como yeguas. Yo me fui a vivir a la Capital, y algún otro se tomó también el buque, pero, para octubre, la cita siempre fue de fierro. Ahí me di cuenta del verdadero valor de mis amigos. Desde la partida de Tito, perdimos al hilo seis años, empatamos una vez, y perdimos otros tres consecutivos. Tuvimos que ser muy hombres para salir de la cancha año tras año con la canasta llena y estar siempre dispuestos a volver. Para colmo, para la época en que empezamos a perder, a algunos de nosotros, y también de ellos, se nos ocurrió llevar a las novias a hacer hinchada en los desafíos. Perder es terrible, pero perder con las minas mirando era intolerable. Por lo menos, hace cuatro años, y gracias a un incidente menor entre las nuestras y las de ellos, prohibimos de común acuerdo la presencia de mujeres en el público. Bah, directamente prohibimos el público. A mí se me ocurrió argüir que la presión de afuera hacía más duros los encontronazos y exacerbaba las pasiones más bajas de los protagonistas. Y ellos, con el agrande de sus victorias inapelables, nos dijeron que bueno, que de acuerdo, pero que al árbitro lo ponían ellos. Al final, acordamos hacer los partidos a puertas cerradas, y afrontamos la cuestión arbitral con un complejo sistema de elección de referís por ternas rotativas según el año, que aunque nos privó de ayudas interesantes, nos evitó bombeos innecesarios.

Igual, seguimos perdiendo. El año pasado, tras una nueva humillación, los muchachos me pidieron que hiciera «algo». No fueron muy explícitos, pero yo lo adiviné en sus caras. Por eso este año, cuando Tito me llamó para mi cumpleaños, me animé a pedirle la gauchada. Primero se mató de la risa de que le saliera con semejante cosa, pero, cuando le di las cifras finales de la estadística actualizada, se puso serio: 22 jugados, 10 ganados, 3 empatados, 9 perdidos. La conclusión era evidente: uno más y el colapso, la vergüenza, el oprobio sin límite de que los muertos ésos nos empataran la estadística. Me dijo que lo llamara en tres días. Cuando volvimos a hablar me dijo que bueno, que no había problema, que le iba a decir a su vieja que fingiera un ataque al corazón para que lo dejaran venir desde Europa rapidito. Después ultimé los detalles con doña Hilda. Quedamos en hacerlo de canuto, por supuesto, porque si se enteraban allá de que venía a la Argentina, en plena temporada, para un desafío de barrio, se armaba la podrida.

A mi primo Ricardo igual se lo dije. No quería que se armara el tole tole el mismo día del partido. Hice bien, porque estuvimos dos semanas que sí que no, hasta que al final aceptaron. No querían saber nada, pero bastó que el Tanito, en la última reunión, me murmurara a gritos un «dejá Carlos, son una manga de cagones». Ahí nomás el Bebé Grafo, calentón como siempre, agarró viaje y dijo que sí, que estaba bien, que como el año pasado, el sábado 23 a las diez en el sindicato, que él reservaba la cancha, que nos iban a romper el traste como siempre, etcétera. Ricardo trató de hacerlo callar para encontrar un resquicio que le permitiera seguir negociando. Pero fue inútil. La palabra estaba dada, y el Tanito y el Bebé se amenazaban mutuamente con las torturas futbolísticas más aterradoras, mientras yo sonreía con cara de monaguillo.

Cuando el resto de los nuestros se enteró de la noticia, el plantel enfrentó la prueba con el optimismo rotundo que yo creía extinguido para siempre. El sábado a las nueve llegaron todos juntos en el camión de Gonzalito. El único que se retrasó un poco fue Alberto, el arquero, que como la mujer estaba empezando el trabajo de parto esa mañana, se demoró entre que la llevó a la clínica y pudo convencerla de que se quedara con la vieja de ella. Ellos llegaron al rato, y se fueron a cambiar detrás del arco que nosotros dejamos libre. Pero cuando faltaban diez minutos para la hora acordada, y Tito no daba señales de vida, se vino el Bebé por primera vez a buscar camorra. Por suerte, me avivé de hacerme el ofendido: le dije que el partido era a las diez y media y no a las diez, que qué se creía y que no jodiera. Lo miré al Tanito, que me cazó al vuelo y confirmó mi versión de los hechos. El Bebé negó una vez y otra, y lo llamó a Ricardo en su defensa. Por supuesto, Ricardo se nos vino al humo gritando que la hora era a las diez y que nos dejáramos de joder. Ante la complejidad que iba adquiriendo la cosa, con el Tanito juramos por nuestras madres y nuestros hijos, por Dios y por la Patria, que la hora era diez y media, que en el café habíamos dicho diez y media, y que por teléfono habíamos confirmado diez y media, y que todavía faltaba más de media hora para las diez y media, y que se dejaran de romper con pavadas. Ante semejantes exhibiciones de convicción patriótico–religiosa, al final se fueron de nuevo a patear al otro arco, esperando que se hiciera la hora. Después con el Tanito nos dimos ánimo mutuamente, tratando de persuadirnos de que un par de juramentos tirados al voleo no podían ser demasiado perjudiciales para nuestras familias y nuestra salvación eterna.

Fue cuando lo mandé a Josesito a pararse arriba del camión, a ver si lo veía venir por el portón de la ruta, más por matar un poco la ansiedad que porque pensase seriamente en que fuese a venir. Es que para esa altura yo ya estaba convencido, en secreto, de que Tito nos había fallado. Había quedado en venir el viernes a la mañana, y en llamarme cuando llegara a lo de su vieja. El martes marchaba todo sobre ruedas. En la radio comentaron que Tito se venía para Buenos Aires por problemas familiares, después del partido que jugaba el miércoles por no sé qué copa. Pero el jueves, y también por la radio, me enteré de que su equipo, como había ganado, volvía a jugar el domingo, así que en el club le habían pedido que se quedara. Ese día hablé con doña Hilda, y me dijo que ella ya no podía hacer nada: si se suponía que estaba en terapia intensiva, no podía llamarlo para recordarle que tomara el avión del viernes.

El viernes les prohibí en casa que tocaran el teléfono: Tito podía llamar en cualquier momento. Pero Tito no aportó. A la noche, en la radio confirmaron que Tito jugaba el domingo. No tuve ánimo ni para calentarme. Me ganó, en cambio, una tristeza infinita. En esos años, las veces que había venido Tito me había encantado comprobar que no se había engrupido ni por la plata ni por salir en los diarios. Se había casado con una tana, buena piba, y tenía dos chicos bárbaros. Yo le había arreglado la sucesión del viejo, sin cobrarle un mango, claro. El siempre se acordaba de los cumpleaños y llamaba puntualmente. Cuando venía, se caía por mi casa con regalos, para mis viejos y mi mujer, como cualquiera de los muchachos. Por eso, porque yo nunca le había pedido nada, me dolía tanto que me hubiese fallado justo para el desafío. Esa noche decidí que, si después me llamaba para decirme que el partido de allá era demasiado importante y que por eso no había podido cumplir, yo le iba a decir que no se hiciera problema. Pero lo tenía decidido: chau Tito, moríte en paz. Aunque no lo hiciera por mí, no podía cagar impunemente a todos los muchachos. No podía dejarnos así, que perdiéramos de nuevo y que nos empataran la estadística.

Al fin y al cabo, en el primer desafío, cuando era un flaquito escuálido por el que nadie daba dos mangos, y que nos venía sobrando (porque en esa época jugábamos en la canchita del corralón, que era de seis y un arquero), yo igual le dije vení pibe, jugá adelante, que sos chiquito y si sos ligero capaz que la embocás. Por eso me dolía tanto que se abriera, y porque cuando se fue a probar al club, como no se animaba a ir solo, fuimos con Pablo y el Tanito; los cuatro, para que no se asustara. Porque él decía y yo para qué voy a ir, si no conozco a nadie adentro, si no tengo palanca, y yo que dale, que no seas boludo, que vamos todos juntos así te da menos miedo. Y ahí nos fuimos, y el pobre de Pablo se tuvo que bancar que el técnico de las inferiores le dijera a los cinco minutos ¡salí perro, a qué carajo viniste!, y el Tanito y yo tuvimos que pararlo a Tito que quiso que nos fuéramos todos ahí mismo, y decirle que volviera que el tipo lo miraba seguido. Nosotros dos, con el Tanito, duramos un tiempo y pico, pero después nos cambiaron y el guanaco ése nos dijo ta'bien pibes, cualquier cosa les hago avisar por el flaquito aquel que juega de nueve, nos dijo señalándolo a Tito que seguía en la cancha. Pero no nos importó, porque eso quería decir que sí, que Tito entraba, que Tito se quedaba, y nos dio tanta alegría que hasta a Pablo se le pasó la calentura, primero porque Tito había entrado, y segundo porque, como yo andaba con las llaves de mi casa, en la playa de estacionamiento pudimos rayarle la puerta del rastrojero al infeliz del técnico. Y después, cuando le hicieron el primer contrato profesional, a los 18, y lo acostaron con los premios, lo acompañé yo a ver a un abogado de Agremiados y ya no lo madrugaron más, y cuando lo vendieron afuera yo todavía no estaba recibido, pero me banqué a pie firme la pelea con los gallegos que se lo vinieron a llevar, y siempre sin pedirle un mango. Ah, y con el Tanito, aparte, cuando nos encargamos de su vieja cuando el viejo, don Aldo, se murió y él estaba jugando en Alemania; porque el Tanito, que seguía viviendo en el barrio, se encargó de que no le faltara nada, y que los muchachos se dieran una vuelta de vez en cuando para darle una mano con la pintura, cambiarle una bombita quemada, llamarle al atmosférico cuando se le tapara el pozo, qué sé yo, tantas cosas.

Nunca lo hicimos por nada, nos bastó el orgullo de saberlo del barrio, de saberlo amigo, de ver de vez en cuando un gol suyo, de encontrarnos para las fiestas. Lo hicimos por ser amigos, y cuando él, medio emocionado, nos decía muchachos, cómo cuernos se los puedo pagar, nosotros que no, que dejá de hinchar, que para qué somos amigos, y el único que se animaba a pedirle algo era Josesito, que lo miraba serio y le decía mirá, Tito, vos sabes que sos mi hermano, pero jamás de los jamases se te ocurra jugar en San Lorenzo, por más guita que te pongan no vayas, por lo que más quieras porque me muero de la rabia, entendéme, Tito, a cualquier otro sí, Tito, pero a San Lorenzo por Dios te pido no vayas ni muerto, Tito. Y Tito que no, que quedáte tranquilo, Josesito, aunque me paguen fortunas a San Lorenzo no voy por respeto a vos y a Huracán, te juro. Por eso me dolía tanto verlo justo a Josesito, defraudado, parado en puntas de pie sobre el techo del camión de reparto; y a los otros probándolo a Alberto desde afuera del área, con las medias bajas, pateando sin ganas, y mirándome de vez en cuando de reojo, como buscando respuestas.

Cuando se hicieron las diez y media, Ricardo y el Bebé se vinieron de nuevo al humo. Les salí al encuentro con Pablo y el Tanito para que los demás no escucharan. «Es la hora, Carlos», me dijo Ricardo. Y a mí me pareció verle un brillo satisfecho en los ojos. «¿Lo juegan o nos lo dan derecho por ganado?», preguntó, procaz, el Bebé. El Tanito lo miró con furia, pero la impotencia y el desencanto lo disuadieron de putearlo.

«Andá ubicando a los tuyos, y llamálo al árbitro para el sorteo», le dije. Desde el mediocampo, le hice señas a Josesito de que se bajara del camión y se viniera para la cancha. Para colmo, pensé, jugábamos con uno menos. Éramos diez, y preferí jugar sin suplentes que llamar a algún extraño. En eso, ellos también eran de fierro. No jugaba nunca ninguno que no hubiese estado en los primeros desafíos. Cuando Adrián me avisó en la semana que no iba a poder jugar por el desgarro, le dije que no se hiciera problema. Hasta me alegré porque me evitaba decidir cuál de todos nosotros tendría que quedarse afuera. Tito me venía justo para completar los once.

Para colmo, perdimos en el sorteo. Tuvimos que cambiar de arco. Hice señas a los muchachos de que se trajeran los bolsos para ponerlos en el que iba a ser el nuestro en el primer tiempo. Yo sabía que era una precaución innecesaria. Con ellos nos conocíamos desde hacía veinte años, pero me pareció oportuno darles a entender que, a nuestro criterio, eran una manga de potenciales delincuentes. Cuando me pasaron por el costado, cargados de bultos, Alejo y Damián, los mellizos que siempre jugaron de centrales, les recordé que se turnaran para pegarle al once de ellos, pero lo más lejos del área que fuera posible. Alejo me hizo una inclinación de cabeza y me dijo un «quédate pancho, Carlitos». En ese momento me acordé del partido de dos años antes. Iban 43 del segundo tiempo y en un centro a la olla, él y el tarado de su hermano se quedaron mirándose como vacas, como diciéndose «saltá vos». El que saltó fue el petiso Galán, el ocho de ellos: un metro cincuenta y cinco, entre los dos mastodontes de uno noventa. Uno a cero y a cobrar. Espantoso.

Cuando nos acomodamos, fuimos hasta el medio con Josesito para sacar. Con la tristeza que tenía, pensé, no me iba a tocar una pelota coherente en todo el partido. De diez lo tenía parado a Pablo. Si a los dieciséis el técnico aquél lo sacó por perro, a los treinta y cuatro, con pancita de casado antiguo, era todo menos un canto a la esperanza. El Bebé, muy respetuoso, le pidió permiso al árbitro para saludarnos antes del puntapié inicial (siempre había tenido la teoría de que olfear a los jueces le permitía luego hacerse perdonar un par de infracciones). Cuando nos tuvo a tiro, y con su mejor sonrisa, nos envenenó la vida con un «pobres muchachos, cómo los cagó el Tito, qué bárbaro», y se alejó campante.

Pero justo ahí, justo en ese momento, mientras yo le hablaba a Josesito y el árbitro levantaba el brazo y miraba a cada arquero para dar a entender que estaba todo en orden, y Alberto levantaba el brazo desde nuestro arco, me di cuenta de que pasaba algo. Porque el referí dio dos silbatazos cortitos, pero no para arrancar, sino para llamar la atención de Ricardo (que siempre es el arquero de ellos). Aunque lo tenía lejos, lo vi pálido, con la boca entreabierta, y empecé a sentir una especie de tumulto en los intestinos mientras temía que no fuera lo que yo pensaba que era, temía que lo que yo veía en las caras de ellos, ahí adelante mío, no fuese asombro, mezclado con bronca, mezclado con incredulidad; que no fuese verdad que el Bebé estuviera dándose vuelta hacia Ricardo, como pidiendo ayuda; que no fuera cierto que el otro siguiera con la vista clavada en un punto todavía lejano, todavía a la altura del portón de la ruta, todavía adivinando sin ver del todo a ese tipo lanzado a la carrera con un bolsito sobre el hombro gritando aguanten, aguanten que ya llego, aguanten que ya vine, y como en un sueño el Tanito gritando de la alegría, y llamándolo a Josesito, que vamos que acá llegó, carajo, que quién dijo que no venia, y los mellizos también empezando a gritar, que por fin, que qué nervios que nos hiciste comer, guacho, y yo empezando a caminar hacia el lateral, como un autómata entre canteros de margaritas, aún indeciso entre cruzarle la cara de un bife por los nervios y abrazarlo de contento, y Tito por fin saliendo del tumulto de los abrazos postergados, y viniendo hasta donde yo estaba plantado en el cuadradito de pasto en el que me había quedado como sin pilas, y mirándome sonriendo, avergonzado, como pidiéndome disculpas, como cuando le dije vení pibe, jugá de nueve, capaz que la embocás; y yo ya sin bronca, con la flojera de los nervios acumulados toda junta sobre los hombros, y él diciéndome perdoná, Carlos, me tuve que hacer llamar a la concentración por mi tía Juanita, pero conseguí pasaje para la noche, y llegué hace un rato, y perdonáme por los nervios que te hice chupar, te juro que no te lo hago más, Carlitos, perdonáme, y yo diciéndole calláte, boludo, calláte, con la garganta hecha un nudo, y abrazándolo para que no me viera los ojos, porque llorar, vaya y pase, pero llorar delante de los amigos jamás; y el mundo haciendo click y volviendo a encastrar justito en su lugar, el cosmos desde el caos, los amigos cumpliendo, cerrando círculos abiertos en la eternidad, cuando uno tiene catorce y dice 'ta bien, te acompañamos, así no te da miedo.

Como Tito llegó cambiado, tiró el bolso detrás del arco y se vino para el mediocampo, para sacar conmigo. Cuando le faltaban diez metros, le toqué el balón para que lo sintiera, para que se acostumbrara, para que no entrara frío (lo último que falta ahora, pensé, es que se nos lesione en el arranque). Se agachó un poquito, flexionando la zurda más que la diestra. Cuando le llegó la bola, la levantó diez centímetros, y la vino hamacando a esa altura del piso, con caricias suaves y rítmicas. Cuando llegó al medio, al lado mío, la empaló con la zurda y la dejó dormir un segundo en el hombro derecho. Enseguida se la sacudió con un movimiento breve del hombro, como quien espanta un mosquito, y la recibió con la zurda dando un paso atrás: la bola murió por fin a diez centímetros del botín derecho.

Recién ahí levanté los ojos, y me encontré con el rostro desencajado del Bebé, que miraba sin querer creer, pero creyendo. El petiso Galán, parado de ocho, tenía cara de velorio a la madrugada. Ellos estaban mudos, como atontados. Ahí entendí que les habíamos ganado. Así. Sin jugar. Por fin, diez años después íbamos a ganarles. Los tipos estaban perdidos, casi con ganas de que terminara pronto ese suplicio chino. Cuando vi esos ademanes tensos, esos rostros ateridos que se miraban unos a otros ya sin esperanza, ya sin ilusión ninguna de poder escapar a su destino trágico, me di cuenta de que lo que venía era un trámite, un asunto concluido.

Mientras el árbitro volvía a mirar a cada arquero, para iniciar de una vez por todas ese desafío memorable, Josesito, casi en puntas de pie junto a la raya del mediocampo, le sonrió al Bebé, que todavía lo miraba a Tito con algo de pudor y algo de pánico: "¿Y, viste, jodemil...? ¿No que no venía? ¿no que no?", mientras sacudía la cabeza hacia donde estaba Tito, como exhibiéndolo, como sacándole lustre, como diciéndole al rival moríte, moríte de envidia, infeliz.

Pitó el árbitro y Tito me la tocó al pie. El petiso Galán se me vino al humo, pero devolví el pase justo a tiempo. Tito la recibió, la protegió poniendo el cuerpo, montándola apenas sobre el empeine derecho. El petiso se volvió hacia él como una tromba, y el Bebé trato de apretarlo del otro lado. Con dos trancos, salió entre medio de ambos. Levantó la cabeza, hizo la pausa, y después tocó suave, a ras del piso, en diagonal, a espaldas del seis de ellos, buscándolo a Gonzalito que arrancó bien habilitado.

Eduardo Sachieri


martes, 22 de diciembre de 2015

Cronograma del Curso de Ingreso 2016

Como les habíamos prometido les dejamos el Cronograma tentativo para el Ingreso...

Las clases comenzarían el 11 de Febrero


Quedamos en contacto y les desaemos que sean los héroes de su propia aventura...

Ante cualquier cambio lo informaremos

sábado, 19 de diciembre de 2015

Nuestra Fan page en Facebook y nuestro canal en Youtube


Los invitamos a dar "me gusta" en la página de nuestro Profesorado. En ella compartimos lecturas, recomendaciones entre otras cosas.
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Historias para acompañarlos...


Pensando y sentipensando, como decía el maestro Galeano, queríamos estar cerca de ustedes en estos días ¿Y cómo sino? con historias para leer... solos, en compañía, leerle a otros o simplemente disfrutarlas...



Espiral

Enrique Anderson Imbert

Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.
FIN

jueves, 17 de diciembre de 2015

Lecturas temporada 2015-2016




Les dejamos los link de los libros a leer para el Ingreso

"Es tan difícil volver a Ítaca" Esteban Valentino
"La isla desierta" Roberto Arlt


y les dejamos un regalo de Eduardo Galeano



Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.
Viajaron al sur.
Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.
Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
-¡Ayúdame a mirar!

(Eduardo Galeano).

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Cerrando 2015 abriendo 2016

Cerrando hermosos momentos y abriendo las puertas a nuevos ingresantes...




Recuerdos de Ingreso 2015...







Hoy tenemos nuestro primer encuentro ¡Qué ansiedad!...

Les dejamos el link para descargar el cuadernillo del Ingreso 2016